Una vez tuve un romance, con una chica llamada Luna. Lo intentamos tres veces y ninguna de ellas funcionó. La primera vez fue algo que ni ella ni yo planeamos; empezamos a salir, reíamos, venía a visitarme al trabajo, ella estaba por salir del Bachillerato, pero el tiempo y la vida nos separaron.
La segunda vez no pudimos encontrarnos ni una ocasión en persona, pero sí logramos conocernos más de forma virtual. Hablábamos hasta altas horas de la noche e incluso había algunas otras en que no dormíamos por las risas y el interés que teníamos el uno por el otro. En esa segunda ocasión estoy seguro que sí podría haber funcionado lo nuestro, sólo quedó un pequeño detalle: en ese momento ella tenía pareja y no podía destruir una relación suya.
La tercera y última vez que todo pasó fue lo más romántico que he experimentado en la vida. Nos contactamos nuevamente por medio de las redes sociales y yo le hice una pregunta: “¿Crees que esto sea una mala o una pésima idea?” A lo que me respondió: “Ninguna”. Desde ese momento comenzó nuevamente nuestra historia de amor, de besos, de risas, de carcajadas, incluso de un tatuaje que estará marcado para toda la vida, pero lo principal, ¿a qué voy con que fue romántico? A un simple acto que ambos tuvimos. Antes de que la contactara la última vez, unas tres semanas atrás soñé con ella. En el sueño ambos caminábamos por un lugar tranquilo, tomados de la mano, confesando el amor que sentíamos, viendo al mar y escapando de nuestra realidad, que tanto queríamos cambiar.
Después que la contacté, en una de las tantas charlas que tuvimos, le comenté una pequeña parte del sueño, y ella me complementó con la parte siguiente, porque una noche después de que yo lo soñé, ella también lo hizo. Las mismas acciones, las mismas circunstancias. El mismo sueño lo tuvo ella, y no se podría discutir que era mentira, porque ante algo así sólo se puede llamar una historia de amor, que nunca pudo ser, pero que pudo haber sido, y el más grande de nuestras vidas.